En caída libre: apuntes sobre la lectura en nuestros tiempos

Desde 1920, el mundo ha tenido 120 ganadores del premio Nobel de Literatura. Curiosamente sólo uno de ellos ha recibido el premio en virtud de sus cuentos: Alice Munro. La escritora canadiense veía en el cuento una metáfora de la vida por su naturaleza fragmentada. Para ella, una narración no es un camino que se recorre en línea recta, sino una casa: un lugar habitable, con distintos espacios, múltiples sensaciones y en diferentes momentos. Un lugar de ida y vuelta. La escritora canadiense logró posicionar al cuento porque siempre reconoció en él sus virtudes y enseñanzas a pesar de ser un género que muchas veces no tiene el mismo renombre que la novela o la poesía.

Ya no me siento atraída por la novela bien hecha —declaró—. Quiero escribir una historia que te concentre y te brinde momentos de experiencia intensos. Supongo que así es como veo la vida. La gente se rehace poco a poco y hace cosas que no entiende. La novela debe tener una coherencia que ya no veo en las vidas que me rodean.

Efectivamente, el cuento, a mi parecer, tiene más que ver con la forma de vida actual que la propia novela. Vivimos en un mundo en aceleración donde el sujeto le otorga sentido a todas sus experiencias simultáneas. Ese mundo fragmentado como consecuencia de la digitalización es del que habla Byung-Chul Han en su libro No-Cosas (2021). En este ensayo el filósofo discute los peligros de abandonar el “mundo de las cosas” y advierte que los objetos nos permiten una relación con el tiempo: nos estabilizan. Esa relación ha cambiado y uno de los aspectos de la vida cotidiana que lo ha resentido más es acaso la lectura. El cuento puede ayudarnos a recuperar aquello que perdimos. Me explico.

En Proust and the Squid. The Story and Science of the Reading Brain (2007), Maryanne Wolf, Doctora en Psicología y Desarrollo Humano (Harvard);  profesora de Educación de UCLA, y directora del Centro para la Dislexia, Estudiantes Diversos y Justicia Social de UCLA,  revisa el desarrollo de la mente que cambia a través del tiempo; es decir, parte de la premisa de que el cerebro humano no es algo estático al margen de su entorno, sino que se transforma conforme desarrollamos nuevos hábitos. En este sentido, los cambios en nuestra forma de leer son una ventana para comprender cómo construimos nuestras prácticas y de qué manera nos definen.

Ilustración: Sergio Bordón

Con relación a la lectura, Wolf  parte de un origen interesante: en nuestra mente no hay un solo gen, ni una sola región específica para leer, a diferencia de que sí las hay para todos los demás procesos que  se incorporan a la lectura: lenguaje, visión, cognición, afecto. Es decir que no estamos diseñados para leer, sin embargo, ha sido la práctica más determinante en los últimos 6,000 años.

Wolf postula que la lectura ha influido en cómo funcionan nuestro cerebro y nuestra sociedad. Con ella vinieron nuevas estructuras e ideas. La evolución de la lecto-escritura fue una plataforma para el desarrollo de múltiples habilidades: documentación, clasificación, organización, reflexión y conciencia.

A partir de cómo la tecnología ha transformado nuestra relación con la lectura, Wolf se pregunta cuáles podrían ser las consecuencias de una nueva forma de leer, una que, sin duda, estamos viviendo ya en estos tiempos de híper-conexión y multitareas. ¿Qué posibilidades intelectuales vienen, entonces, con estos cambios?

En una entrevista con The New York Times, la autora apunta que lo más importante en el proceso de leer es la calidad de la atención y la interpretación. Ambos puntos están viéndose seriamente afectados hoy en día.

Leemos más rápido, con demasiados estímulos y entre múltiples experiencias que tienen lugar al mismo tiempo en nuestra pantalla. Leemos en caída libre.

En realidad, todo eso merma nuestra capacidad de utilizar los circuitos completos de nuestra mente para inferir, deducir el valor de la verdad o entender la idea central de un texto. Es cuestión de tiempo. La tecnología nos lleva a una velocidad que quiebra los procesos. Entramos en una dinámica de todo y nada. Es el mundo de las impresiones, de las superficies. Esto tiene consecuencias individuales y sociales incalculables; genera vacíos y ausencias, incide en múltiples ámbitos, desde espacios políticos hasta relaciones personales.

Estamos abandonando nuestra capacidad crítica de leer, retener y reflexionar. Confundimos la impresión, una lectura superficial, con el conocimiento. El impacto de los cambios que acarrean las pantallas omnipresentes podría acentuarse en las futuras generaciones. Wolf advierte al respecto cuando apunta:

La paciencia cognitiva diré que está mal formada, deformada desde el principio porque los padres no se dan cuenta de que estas pantallas no son niñeras. Sin embargo, están dando forma a la demanda de atención y novedad de nuestros jóvenes… La paciencia cognitiva es una capacidad que se puede aprender; es algo en lo que realmente quiero ayudar a padres y educadores para que lo puedan comprender.

Cómo no coincidir con Wolf. Todos notamos lo difícil que se ha vuelto concentrarse en un mundo tan dinámico como el actual.

La pregunta, entonces, es cómo conservar elementos fundamentales de la lectura atenta y paciente.

Es necesario, me parece, volver a una literatura más cercana a los nuevos hábitos de los lectores. Una que resuene con la velocidad, tiempo y capacidad de atención que tenemos hoy en día. Es necesario reconstruir el hábito de la lectura consciente pero no negando la realidad y sus nuevos parámetros. Por eso el cuento puede ser una alternativa.

El secreto puede estar tanto en la forma como en el fondo. Maryanne Wolf propone dos ejercicios que nos recuerdan el lugar del lector en el texto. El primero es que, en medio del vértigo de la pantalla, cuando algo llame su atención, el lector debe imprimirlo. El papel permite otra relación con el texto: enfoca la lectura. Da espacio al tiempo. Otro consejo es tomar notas de aquello que parezca interesante. No siempre se puede pasar de la pantalla al papel, pero al tomar notas la lectura vuelve a una dimensión física. El objetivo es cambiar nuestro acercamiento a un texto. Ambas propuestas señalan lo mismo: el lector debe tener un rol activo.

Italo Calvino explicaba algo similar. Las posibilidades infinitas de las palabras no están en su forma sino en su significado potencial, es decir, en su relación con el lector, en la medida en que interactuamos con ellas. Los signos encarnan nuestra capacidad para interpretarlas y transformarlas en algo más..

Las visiones polimórficas de los ojos y del espíritu se encuentran encarnadas en líneas uniformes de letras minúsculas y mayúsculas, de puntos, comas y paréntesis. Estas páginas de signos, densas como granos de arena, representan el espectáculo abigarrado del mundo sobre una superficie siempre igual y siempre diferente, como las dunas arrastradas por el viento del desierto.1

La interpretación va más allá del momento de lectura: algo que los anglosajones han llamado el afterglow, ese brillo ulterior que permanece. El lector completa la obra, leer es un acto creativo que continúa: es una experiencia. A fin de cuentas, cómo leemos termina influyendo en cómo vivimos. Es una actitud general ante el mundo. Si perdemos la lectura consciente, con todas sus implicaciones: sentido crítico, contemplación, empatía e imaginación, reducimos el mundo y a nosotros mismos.

Esa es la urgencia de reaccionar ante el lector superficial.

A Maryanne Wolf le preocupa que “esta nueva manera del lector superficial, que en realidad está muy cerca de ser casi un no lector cuando se trata de conectarse con los procesos profundos que poseemos, tiene implicaciones profundas […] Es importante no contentarse con un vistazo que pasa por alto la belleza, las profundidades del lenguaje y el significado, la complejidad, la capacidad de ser críticos, analíticos, [la lectura superficial] merma nuestra capacidad de abandonar nuestro pequeño yo, nuestras esferas egocéntricas, y entrar en la perspectiva de otra persona.”

Leemos, entre otras cosas, para confirmar que nuestra experiencia no es una voz solitaria bajo el mar. Leer es conectar en el tiempo y el espacio. Sin la lectura consciente todo es uniforme. No hay virtud ni afecto; no hay temores o traiciones; desaparecemos. Esto es lo que está en riesgo.

Entre los géneros literarios, el cuento —a mí parecer— tiene en esta coyuntura una interesante oportunidad. Si bien la novela siempre será portadora de verdades, ideas y afectos, tal vez el lector ha perdido el hábito de su estructura. La idea no es abandonar la novela, sino reconocer en el cuento un camino para volver con fuerza a una lectura consciente y sus significativos efectos.

Desde su aguda visión Chesterton percibió la virtud social del cuento. Señaló que una diferencia relevante del cuento con relación a otros géneros breves es su inevitable ángulo moral. No estaba lejos de la verdad. El antropólogo Daniel Smith del University College de Londres trabajó con 18 grupos de cazadores-recolectores de Filipinas con el fin de entender el lugar que tiene el relato en el desarrollo de las sociedades, en particular, como un mecanismo para socializar conocimientos y normas a través de narraciones. Smith señala que parte fundamental de su estudio está enfocado en discutir cómo esa socialización se transforma en cooperación. Con los relatos no sólo conocemos, sino que nos ponemos de acuerdo en qué conocemos y en qué creemos. Son una forma de organización.

A partir de su estudio, Daniel Smith y sus colaboradores descubrieron  que el 70% de sus cuentos se referían a la toma de decisiones morales y a dilemas sociales. Esto se trasladó a su comportamiento en la vida real; los grupos que parecían invertir más tiempo en contar historias también demostraron ser los más cooperativos. El relato moldea las sociedades y sus conductas porque propicia espacios de diálogo y de reflexión moral. Entonces, perderse en la lectura superficial del siglo XXI repercute incluso en nuestro sistema de valores.

Por eso, en estos tiempos debemos recuperar lo perdido en el camino, retomar el hilo. Desde las fábulas de Esopo y las Mil y Una Noches, hasta clásicos como Poe, Chéjov o Hawthorne, y los más recientes como Kafka,  Borges y Munro, la historia del cuento es uno de los tantos hilos que muestran la necesidad humana por las narraciones. Pero, entre las demás expresiones literarias, el cuento es nuestro primer mano a mano con la literatura; nuestro contacto desde la infancia, cuando nos lee un adulto en grupo o solos, le da un poder de presencia generacional innegable. 

Los cuentos pueden ayudar a retomar los aspectos de la lectura consciente que sirven dentro y fuera de los libros, entre ellos algunos que parecen más necesarios que nunca como la empatía y la cooperación. Retomar el género del cuento es volver al origen, el cual siempre guarda una respuesta. Lo apuntó bien Louise Glück: “Vemos el mundo una vez, en la infancia. El resto es memoria”.

Ese primer encuentro con el mundo deja una huella que podemos continuar. Alice Munro leyó La Sirenita de Hans Christian Andersen cuando era niña. Le impactó tanto el final que escribió otro porque le pareció injusto. Ese encuentro cambió el curso de su vida y la de nosotros.

El cuento nos da la oportunidad de ver el mundo otra vez. 

Emilio Posadas Certucha
Ensayista

Fuente: https://cultura.nexos.com.mx